Paisajes fluviales
Un río entre naranjos
Parafraseando a Herodoto, se ha dicho que la Ribera es un don del Júcar. No faltan argumentos para sostenerlo. Con menos solemnidad, se puede afirmar que el río Júcar es el más genuino elementos de la Ribera, el cauce de vida alrededor del cual se estructura la llanura deltaica y sus gentes, el más preciado recurso para sus habitantes, y el principal símbolo colectivo de la Ribera.
La llanura ribereña del Júcar se extiende a la salida del espectacular congosto, cuando desaparecen los confinamientos de la garganta rocosa y disminuye la pendiente que anuncia la proximidad al mar Mediterráneo. A partir del ápice, el río surca la llanura litoral, donde ha construido un gran edificio aluvial durante los desbordamientos recurrentes del tiempo holoceno. La llanura deltaica es la obra del Júcar desbordado de los desbordamientos del Júcar.
Hasta hace unas décadas, el régimen natural del Júcar presentaba contrastes estacionales del caudal y una marcada variabilidad interanual de la descarga, aunque mantenía una característica inercia del caudal de base que permitió la consolidación y expansión de numerosos aprovechamientos históricos (agrícolas e hidroeléctricos) antes de la regulación. En la actualidad es uno de los ríos españoles más regulados, su régimen natural ha sido modificado significatívamente y, cada vez, hay mayor presión sobre el caudal. El sistema de regulación, basado en los embalses de Alarcón, Contreras y Tous, se ha completado recientemente con varias presas de laminación de crecidas.
El llano de inundación, – el área sujeta de forma natural a crecidas recurrentes, algunas extraordinarias – ha registrado importantes cambios morfológicos seculares a causa de la acumulación de sedimentos. En la evolución de la llanura también han intervenido sus principales afluentes, especialmente el Magro (margen izquierda) y el Albaida (derecha). En este contexto, en la Ribera aluvial se identifican diversos subambientes o subunidades que suelen corresponder además a microrrelieves de gran significado en la estructura del paisaje. Entre ellos destaca el cinturón de meandros fluviales, enmarcado casi siempre por diques aluviales, bien drenados y los núcleos poblacionales de la gran llanura deltaica. En las márgenes de ambos diques aluviales se disponen sendas cuencas de inundación.
A medida que la llanura se aproxima al mar, se desaparecen todos los confinamientos y los subambientes fluviales pasan lateralmente a albufereños. Es allí, en la proximidad del mar, donde el Júcar de la Ribera alcanza su máxima dimensión, que se visualiza en el frente de desembocadura de los episodios de las crecidas extraordinarias.
El Júcar era un río de buen caudal, y las Riberas, un eminente paisaje regado. La disponibilidad de caudales fluviales con venturosa holgura (Fuster, 1962) permitió aquí un amplio despliegue de la agricultura de regadío. A lo largo de un proceso multisecular de construcción de azudes, acequias y escorredores, las huertas y los huertos se fueron extendiendo a costa de antiguos secanos, pantanos y marjales. Junto a un minucioso sistema de gravedad, en la Ribera también hay riegos de aguas subterránea de iniciativa privadas y riegos mixtos de iniciativa estatal.
Los regadíos históricos de aguas fluviales -gestionadas en su mayoría por activas comunidades de regantes- rebasan los estrictos márgenes o riberas del río mediante los oportunos azudes y los admirables trazados de las acequias mayores con sus prolongaciones. Las entidades de riego que aprovechan caudales fluviales (acequias del Júcar, Antella, Escalona, Carcaixent, Sueca, Cullera, Quatre Pobles) se hallan integradas en la Unidad Sindical de Usuarios del Júcar (USUJ), y totalizan unas 25.000 has (un 42% del total comarcal)(Sanchis et al,2010). Todos estos regadíos de derivación son el resultado de un largo proceso constructivo que se inició en tiempos islámicos y culminó en el siglo XIX.
A su vez la introducción de sistemas de bombeo durante el siglo XIX marcó un cambio fundamental en el regadío de la Ribera. Inicialmente se emplearon masivamente las norias, tanto para alumbrar aguas subterráneas en las faldas de relieves periféricos, como para drenar las aguas someras en los entornos de la Albufera. También se aplicaron en la colonización de alters inmediatos a acequias tradicionales. Estas iniciativas se intensificaron con la aparición de motores de bombeo en el último cuarto del siglo XIX que permitieron transformar secanos en los piedemontes de la Ribera y bonificar más intensamente los márgenes de la Albufera. Esta expansión de los riegos mediante aguas subterráneas se prolongó durante el siglo XX.
Por su parte, el Plan de Obras Hidráulicas (1933) contemplaba la creación de la zona regable del Canal Júcar-Turia, asociada a la construcción del Pantano de Tous. El proyecto no se concretó hasta 1965; en 1975 se puso en marcha el Plan de Transformación del Área Regable y el canal entró en servicio en 1979. Para entonces, la mayor parte del área situada entre el nuevo canal del Júcar-Turia y la Acequia Real del Júcar ya estaba en riego, en parte por elevaciones efectuadas desde la acequia o por aportes de los canales históricos del Magro, pero sobre todo, por numerosas captaciones de aguas subterráneas (Domingo, 1988).
Estas tres modalidades de aprovechamiento han convertido a la Ribera en un referente destacado del país clásico del regadío, donde no queda espacio ocioso, como dirían los viajeros de la Ilustración y los escritores de la Renaixença: los cítricos han escalado hasta las laderas de las sierras adyacentes y el arrozal ha consumido la mayor parte de los humedales.
El avance del naranjo ha sido constante a lo largo del siglo XX. En 1950 ocupaba un 15% de los cultivos de la Ribera Alta, un 55% en 1977 (Cano,1980), y ha alcanzado el 65% en el año 2005, con 38.073 hectáreas. En la Ribera Alta, el equilibrio entre naranjal y arrozal se quebró a mediados de los años sesenta, cuando el arbolado comenzó a ocupar los antiguos cotos arroceros a veces precedido por una etapa de cultivo hortícola y forrajero. La fotografía aérea de 1956 todavía registra la pervivencia de arrozales altorribereños (Courtot,1970). A mediados de los setenta, prácticamente el arrozal había desaparecido de la Ribera Alta, y las huertas ocupaban cerca de una tercera parte de la tierra cultivada. En las últimas décadas, la expansión naranjera ha alcanzado la dimensión de monocultivo (las huertas apenas superan el 3% de la superficie regada). No obstante, el cultivo del naranjo parece haber tocado techo tras más de un siglo de expansión continua.
El modelo de desarrollo territorial de las últimas décadas ha renovado la superficie regada. Como en otras regiones urbanas del sur de Europa, los patrones del desarrollo económico hoy se rigen por dinámicas ajenas a la agricultura y, en consecuencias, la plasmación espacial de las nuevas actividades productivas se traduce en importantes transformaciones de valiosos espacios regados que desestructructuran mosaicos paisajísticos dotados de destacados elementos patrimoniales.
Desde época medieval, en torno a la Ribera se fue forjando un arquetipo paisajístico de fertilidad y riqueza, tanto en los poemarios andalusíes plagados de referencias nostálgicas a la fertilidad ubérrima de las tierras perdidas, como en las crónicas de los feudales llenas de fascinación por su evocación del Paraiso. Poco a poco el mito se consolidó: “si hay campo fértil en el Reyno de Valencia, son las dos riberas del Xúcar, por las sobervias cosechas que de todas cosas se recogen en ellas, mayormente de seda y arroz (Escolano).”
En efecto durante siglos las principales producciones de este “jardín interminable” fueron la seda y el arroz. El río y las acequias daban de si lo suficiente para hacer altamente productivas las riberas, pero todavía quedaban eriales. Fue el párroco de Carcaixent y varios industriosos labradores, quienes en 1781 introdujeron en su pueblo la primera plantación de agrios, y poco a poco se fueron extendiendo, “aumentandose la riqueza, la abundancia y la hermosura” (A.J.Cavanilles). Aquellos pioneros del naranjo no sospechaban la trascendencia de su empresa. Como dice Fuster, cuando el comercio exterior se les abrió y se mutliplicaron las coyunturas favorables de los mercados europeos , los propietarios aceleraron la expansión cítrica hasta extremos inverosímiles. Los otros cultivos – viñas, olivos, moreras, arrozales – fueron cediendo su lugar ante el avance de los cítricos, que se convirtieron en monocultivo, en un inmenso bosque de naranjos que cubre amplias extensiones de las riberas.
“Por ello, cuando la Renaixença valenciana comenzó a generar una imagen cultural en torno a las huertas valencianas, ajustada a la moderna concepción del paisaje, trabajaba sobre un icono ya conocido y difundido, el cual se enriqueció con una imagen gráfica y escrita intesamente colorista. T. Llorente fue probablemente el punto de partida de la construcción literaria de esta imagen cultural, plasmada en el poema Vora el barranc dels Algadins/ hi ha uns tarongers de tan dolç flaire/ que, per a omplir d’aroma l’aire,/ no té lo món millors jardins” (C. Sanchis et al, 2010). El mismo Llorente (1889), ante una sucesión ininterrumpida de arbolado regular, repartido en cuadrículas acotadas por canalillos de riego, “piensa en el renombrado y fabuloso Jardín de las Hespérides. Inmenso jardín parecen, en efecto, los campos en que crece y prospera este arbol privilegiado, en el cual todo es bello”.
En paralelo a esta construcción literaria, los paisajistas valencianos constribuyeron a fijar una imagen pictórica en diversos óleos, a caballo entre los siglos XIX y XX. Sorolla, Antonio Fillol, Constantino Gómez, José Benlliure y otros llevaron a sus lienzos los naranjales de Carcaixent y Alzira. La imagen de fertilidad y riqueza se convierte en un estereotipo del conjunto de la región, como demuestran Floreal de I.Pinazo o Las Grupas de Sorolla (C. Sanchis et al, 2010).
El máximo exponente y difusor de estos arquetipos de la Ribera es Entre naranjos (1903) de Blasco Ibáñez que, junto a La Barraca (1898) y Cañas y Barro (1902), forma parte de la trilogía narrativa del paisaje litoral valenciano. Las cuatro pinceladas potentes y conclusivas de Entre naranjos es lo mejor que se ha escrito hasta hoy sobre el paisaje de la Ribera (Fuster). Remito al lector a la página que abre esta presentación de la Ribera.
En definitiva, en el tránsito entre los siglos XIX y XX, se incorporó al imaginario colectivo el bosque de naranjos como símbolo de fertilidad y riqueza de las Riberas. Este icono cultural, colorista y recargado, actúa como un poderoso aglomerante de la identidad colectiva, un cliché reiteradamente utilizado a lo largo del siglo XX, magnificado por unos y denostado por otros (C. Sanchis et al, 2010).
Joan F. Mateu
Departament de Geografia
Universitat de València
V. Blasco Ibáñez (1903). Entre naranjos, 52-54
“Rafael [en la plazoleta de la ermita del Salvador de Alzira] se abismaba en la contemplación del hermoso panorama...
En el inmenso valle los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegatación menos oscura, cortando la tierra carmesí
en geometricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas...; las villas azules y de color rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego...; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta... Más allá Carcagente, la ciudad rival envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar las montañas angulosas, esquinadas con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos...
Rafael, incorporándose veía por detrás de la ermita toda la Ribera baja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; las ricas ciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellas fecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India; más allá, la Albufera el inmenso lago como una faja de estaño hirviendo bajo el sol; Valencia cual un lejano soplo de polvo...; y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo”.
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