Ruta de la Seda
La memoria rememorada
El paisaje de la seda fue el más característico de las áreas más fértiles del mundo rural valenciano durante algo más de 400 años, entre los siglos XV y XIX. Aunque los cereales constituían el cultivo de subsistencia más habitual y la vid, los almendros o los algarrobos eran los más frecuentes en las tierras de secano, el cultivo de la morera y la elaboración de la fibra de seda constituían las actividades que generaban mayor ocupación y riqueza en las áreas de regadío. Su realización implicaba a todos los miembros de la unidad familiar; requería un utillaje y una infraestructura específica en la vivienda rural; proporcionaba unos ingresos vitales para hacer frente a las cargas que afectaban a las explotaciones campesinas; y exigía la contratación de una mano de obra relativamente especializada para la elaboración de la fibra de seda. Pero, además del mundo rural, la seda marcó profundamente también la fisonomía y el paisaje del mundo urbano, sobre todo de la ciudad de Valencia, que se convirtió en el principal centro manufacturero español de tejidos de seda en el siglo XVIII. Sin embargo, la crisis que experimentó el sector desde mediados del siglo XIX dio lugar al progresivo abandono de la actividad, hasta el extremo de que la mayoría del patrimonio vinculado a ella se halla en grave riesgo de desaparición y el paisaje de la seda es hoy un recuerdo cuya memoria se diluye entre la bruma del olvido. De ahí que resulte necesario la recuperación de los testimonios de nuestro pasado sedero, que tanta influencia ha tenido en la conformación de la sociedad y la cultura valenciana.
Desde el sur de Italia, la morera comenzó a difundirse en el campo valenciano a finales del siglo XIV, siendo estimulada su expansión por su mayor rentabilidad, frente a la tendencia descendente de los precios de los cereales, y la modestia de las cargas diezmales, feudales y fiscales que se exigían sobre su producción, al tratarse de un cultivo nuevo. Precisamente, la proliferación de pleitos por estos motivos constituye un testimonio indirecto de la expansión que estaba experimentando el cultivo durante los siglos XV y XVI. A principios de esta última centuria, la seda valenciana ya estaba desplazando en el mercado a la obtenida en el Reino de Granada, que había constituido hasta entonces la principal zona productora de la península y cuya sericicultura se basaba en el cultivo del moral. En todo caso, las Cortes valencianas de 1547 ya constataron que la seda era “lo principal fruit del dit Regne”, por lo que en 1552 procedieron a la creación del “nou imposit” sobre la seda con el fin de financiar el sistema defensivo creado en el litoral para combatir las crecientes y peligrosas incursiones del corsarismo norteafricano. Se trataba de un impuesto que afectaba a toda la materia prima que se extrajese del Reino, ya fuese en madeja o torcida, aunque en este último caso el gravamen era inferior. No obstante, como los recursos obtenidos resultaron insuficientes, se incrementaron progresivamente las tarifas exigidas, lo que generó un intenso tráfico de contrabando. Según las denuncias formuladas por los agentes reales, el centro fundamental de este comercio ilegal era la localidad de L’Alcúdia, donde la intervención de los vecinos era tan intensa que se llegaba a considerar que hacían “offici de contrabando”. Aprovechaban los senderos existentes en la sierra de Enguera para dirigirse hacia Almansa o Requena, donde ofrecían la seda a los castellanos a cambio de una comisión. Su grado de organización era cada vez más complejo, vinculándose con las bandosidades y las cuadrillas de bandoleros que actuaban en la Ribera del Júcar. La agudización del problema, junto con la insuficiencia de los recursos proporcionados a pesar del progresivo incremento de las tarifas exigidas, dio lugar a que las Cortes de 1604 aboliesen finalmente el impuesto y procediesen a la creación de otros gravámenes para financiar la defensa de la costa.
Realmente, la mayoría de la materia prima que se producía en el Reino de Valencia en los siglos XVI y XVII se destinaba a la exportación. A pesar de la creación del gremio de “velluters” en 1479, la industria de la seda valenciana tuvo un crecimiento mucho más modesto del que se produjo en Toledo, que constituyó el centro sedero español más importante del periodo Habsburgo.
Según las estimaciones realizadas en la década de 1580, los telares valencianos solo consumían alrededor del 15% de la materia prima producida en el territorio, siendo Castilla el destino fundamental del resto. Esta orientación se ha podido comprobar perfectamente en los registros existentes sobre la comercialización de la seda de L’Alcúdia, ya que en 1573 se exportó a Castilla el 60,80% de la seda que salía de la localidad, proporción que incrementó posteriormente hasta llegar al 90,90% en 1646. Era, pues, la intensa demanda de la sedería castellana la que estaba estimulando la difusión del cultivo de la morera en Valencia. Más que en la huerta de buena calidad, en donde la producción de cereales volvió a ser más rentable debido al incremento demográfico experimentado en el siglo XVI, la morera se expandió sobre todo en esta centuria en las tierras más ligeras y con menores disponibilidades de agua para el riego, como se ha podido comprobar en el caso de L’Alcúdia. La demanda existente impulsó incluso a algunos señores feudales, como el monasterio de Valldigna, a fomentar su desarrollo. Sin embargo, fue el en siglo XVII cuando la morera se difundió de forma más intensa en las área más fértiles del regadío valenciano. El retroceso de la demanda de los cereales como consecuencia de la crisis demográfica experimentada en la centuria, junto con las transformaciones agrarias generadas por la expulsión de los moriscos, estimularon la expansión de los cultivos de carácter especulativo, produciéndose una auténtica “eclosión de la fiebre de la morera” en la mayoría de los municipios situados en las principales cuencas fluviales del territorio valenciano. En la comarca de la Ribera, el caso más emblemático es el de Alzira, en donde se ha podido comprobar que las dos terceras partes de las tierras regadas por la Acequia Real del Júcar estaban plantadas de moreras en la década de 1670. En la comarca de L’Horta, la cosecha de seda se dobló en exceso en la centuria comprendida entre 1620 y 1720. Y en la Vega Baja del Segura, la morera constituyó uno de los cultivos fundamentales del intenso proceso de colonización agraria que se produjo a finales del siglo XVII y la primera mitad del XVIII. Pero, además de conquistar las tierras más fértiles, la morera se convirtió en estas zonas de huerta en un cultivo especializado, no plantándose de forma aislada o en los márgenes de las parcelas, sino constituyendo el producto fundamental que se obtenía en ellas. El “moreral cerrado” fue el modelo de producción dominante en la mayoría de ellas durante este periodo.
La distribución geográfica de la producción de seda en esta época de mayor expansión del cultivo de la morera se conoce perfectamente gracias al “alfarrás” de 1738. Su realización se derivó de la iniciativa de los propios cosecheros, lo que permite suponer que su fiabilidad sería bastante elevada, no generando la elevada ocultación que solía existir en los manifiestos exigidos por la monarquía para controlar la producción. Una comisión de dos agricultores expertos designados por el corregidor procedió al cálculo de las cargas de hoja de morera que se obtenían en cada localidad, considerando que con cada una de ellas se podía obtener 1,5 libras de seda. Aplicando este procedimiento en las 507 localidades del Reino, se estimó que la producción total era de 870.625 libras. Aunque el cultivo de la morera se hallaba bastante extendido en todo el territorio, en la mayoría de las ocasiones la producción obtenida era relativamente modesta, siendo solo la cuarta parte de los municipios visitados los que lograban obtener una cosecha superior a las 1.000 libras de seda. Realmente, el cultivo de la morera se había difundido principalmente en los municipios ubicados en la actual provincia de Valencia, en donde se concentraba el 82% de la producción total, distribuyéndose el 18% restante prácticamente a partes iguales en las dos provincias restantes. Pero, incluso en aquella zona, la mayor parte de la cosecha se obtenía en las comarcas de L’Horta y la Ribera Alta y Baixa del Xúquer. En esta última zona se ubicaba la localidad en la que se obtenía la producción más elevada: se trataba de Alzira, en donde se producían algo más de 100.000 libras. Pero, además, se hallaba enclavada en un área con una elevada densidad productiva, ya que en sus inmediaciones se localizaban los municipios que obtenían las cosechas más elevadas de la Ribera: Carcaixent y Castelló de la Ribera, al sur; Algemesí, al norte; Guadassuar y Alberic al oeste; y Sueca y Polinyà al este. En conjunto, en esta área se producía un total de 184.257,5 libras de seda, es decir, alrededor de la tercera parte de la producción total. La otra zona en la que existía una elevada densidad productiva se situaba alrededor de la ciudad de Valencia. Solo en los cuatro cuarteles de sus arrabales (Ruzafa, Benimaclet, Campanar y Patraix) se producían ya 108.737 libras de seda. Y a ellas se añadían las cantidades, casi siempre superiores a las 1.000 libras, obtenidas en las localidades que la circundaban, hasta completar el 20,10% de la producción total que acumulaba la comarca de L’Horta. Por tanto, Valencia se hallaba situada en el seno de un inmenso bosque de moreras, como afirmaba Cavanilles, pero este se prolongaba hacia el sur por las comarcas de la Ribera. Este núcleo central se hallaba flanqueado por tres áreas colindantes en las que la producción sedera alcanzaba también una cierta entidad. La principal de ellas se situaba al sur, ya que en las comarcas de la Safor, la Costera, y la Vall d’Albaida se obtenían algo más de 96.000 libras de seda. Una cantidad algo inferior se producía en las comarcas litorales del norte: el Camp de Morvedre y la Plana Baixa y Alta de Castellón. Finalmente, el panorama lo completaban las tres comarcas interiores situadas al oeste y norte de L’Horta (la Foia de Bunyol, el Camp de Túria y el Alt Palància), que proporcionaban conjuntamente 34.070 libras de seda. Del resto del territorio, solo en el extremo sur existía un área sericícola relativamente importante. Se trataba del Baix Segura, en donde se obtenían algo más de 60.000 libra de seda, la mayoría de las cuales procedían de la huerta de la ciudad de Orihuela.
Con el fin de favorecer el crecimiento manufacturero, en 1739 se prohibió la exportación de la seda, lo que provocó el desarrollo del contrabando. En esta ocasión se realizaba por vía marítima con destino al mercado internacional, y se llevaba a cabo sobre todo por las costas alicantinas. Contaba, además, con un intenso apoyo social por parte de los cosecheros, ya que contribuía al incremento de los precios de la materia prima. Para combatirlo, en la década de 1740 se emitió una minuciosa regulación que pretendía controlar todo el proceso de producción y comercialización de la seda. Como consecuencia de todo ello, el cultivo de la morera comenzó a perder el atractivo que tenía con anterioridad, siendo desplazado por otras producciones más rentables en las tierras más fértiles de regadío. Se asistió en ellas a una progresiva desaparición del “moreral cerrado”, desplazando a las moreras a los lindes de los campos o plantándolas de forma muy espaciada, con el fin de lograr la obtención de otras producciones. En la Ribera del Xúquer, el arroz se convirtió en su principal competidor, por lo que la excesiva humedad perjudicaba adicionalmente a las moreras, que adquirían el aspecto amarillento que Cavanilles constató en tantas ocasiones. No menos perjudicial resultaba el método adoptado en la huerta de Valencia, en donde los agricultores procedían a la realización de podas agresivas, cortando todo el ramaje de las moreras cada tres años. Pero, como destacaba Cavanilles, “solamente se puede admitir esta práctica en aquel suelo, que rinde al dueño cultivando la superficie más que el producto de la hoja de que se priva con la poda de ramos, y le dexa aún ganancias para reponer los árboles que perecen”. Estas estrategias son las que explican la intensa reducción que experimentó la producción de seda en las comarcas en las que se había concentrado anteriormente su obtención. Comparando los datos de 1738 con los proporcionados por Cavanilles, las caídas más drásticas se produjeron en la Ribera Baixa, debido al intenso avance del arroz, y el Baix Segura. Pero en la Ribera Alta el retroceso fue del 21,5%, y en L’Horta del 35,6%. Sin embargo, la producción total de seda se mantuvo bastante estable, ascendiendo a 825.110 libras según los datos proporcionados por Cavanilles. Esta circunstancia se derivó de la expansión que experimentó el cultivo de la morera en las comarcas situadas al oeste y el sur del núcleo productivo inicial. Su crecimiento fue muy intenso en la Safor, a pesar de que en las tierras de huerta se utilizaba el mismo sistema de poda agresiva que en la huerta de Valencia. Pero, desde el punto de vista proporcional, el avance más espectacular se produjo en la Marina Alta, destacando el aumento experimentado en Pego. Según Cavanilles, las moreras se difundieron allí en las “llanuras secas” que carecían de riego pero contaban con humedad en el subsuelo. En estas zonas se produjo una reconversión agraria, ya que los agricultores “arrancan olivos para plantar moreras”. Un proceso similar se produjo en otras zonas de secano o regadío precario, ya que en estos casos la morera aún proporcionaba una rentabilidad superior a la de los cultivos anteriores. Incluso en algunas comarcas del interior del territorio los campesinos compraban hoja de morera sobrante de la Ribera para completar la alimentación de los gusanos que avivaban, como indicaba Vicente Ignacio Franco refiriéndose a las localidades de la gobernación de Cofrentes.
Realmente, la sericicultura constituía una actividad crucial para las explotaciones agrarias, lo que explica su larga supervivencia como cultivo asociado cuando comenzó a perder rentabilidad. En las zonas más fértiles de regadío contribuyó a la proliferación de huertos presididos por un gran edificio en cuya planta superior se ubicaban las andanas, y favoreció el enriquecimiento de sus propietarios, como las familias Cassassus o Brunet en Alzira, Talens, Colomines y Garrigues en Carcaixent, Chornet y Madramany en L’Alcúdia, etc. Pero, además de esta burguesía rural, también los modestos agricultores dedicaban parte de sus energías a la producción de seda. En ella intervenían todos los miembros de la unidad familiar, ya que la andana se situaba en la parte superior de sus viviendas. Las mujeres tenían un papel decisivo en el avivamiento de la simiente del gusano de seda en el mes de marzo, utilizando incluso su propio calor personal para ello. Colaboraban, así mismo, en la recolección de la hoja, por lo que, según se indicaba en las canciones populares, “tenen la panxa rasposa de pujar dalt les moreres”, y se encargaban de la alimentación de los gusanos y de la limpieza de los residuos que estos generaban. La colocación de los matojos de hierbas en los que los gusanos realizaban el capullo de seda y la recolección posterior de estos era realizada también por el conjunto de los miembros de la familia. Posteriormente, los cosecheros procedían a la enajenación de los capullos a otros intermediarios o a la contratación de hilanderos o hilanderas para la elaboración de la fibra de seda. En todo caso, la mayoría de ellos trataban de vender la producción obtenida lo antes posible, ya que ello les permitía obtener unos ingresos que resultaban fundamentales para hacer frente a los alquileres o las cargas feudales y fiscales que gravaban sus tierras, que solían vencer el día de San Juan. Además de los hilanderos o hilanderas locales o comarcales, la elaboración de la fibra de seda generaba una intensa inmigración de mano de obra relativamente cualificada hacia los centros productores. En el caso de Alzira, se ha podido comprobar la importancia de los que procedían de la comarca del Vall de Cofrents. Todos ellos debían acreditar su pericia superando un examen realizado por expertos nombrados por las autoridades municipales, aunque parece que ello constituía un mero trámite. El trabajo se realizaba a jornal o a destajo, y solía incluir la comida. En todo caso, su actividad tenía un intenso carácter estacional, concentrándose en el tránsito entre la primavera y el verano. Se llevaba a cabo en jornadas agotadoras de 12 a 14 horas en unas condiciones penosas, ya que, además del intenso ritmo con que se realizaba, se debía soportar el calor del pequeño horno en el que se procedía al ahogado de los capullos de seda. De ahí que, según destacaba Lapayese, “con dificultad pueden aguantar un mes, en particular la hilandera, cuya salud se quebranta y su ropa se pone como su rostro en el más deplorable estado”. Pero, en contrapartida, se percibía un salario mucho más elevado que el que obtenían los jornaleros habituales. Esta circunstancia, junto con el propio interés de los cosecheros en enajenar pronto su producción, daba lugar a que la hilatura se realizase de forma precipitada y se produjese una fibra que solía contener numerosas deficiencias.
Algo más de un tercio de la seda producida en el Reino de Valencia se dirigía hacia Andalucía, Cataluña o Castilla, con el fin de abastecer a los centros manufactureros existentes en estos territorios. Entre ellos se encontraba Requena, que, al ubicarse en la ruta que seguía la seda valenciana hacia Castilla, pudo desarrollar una importante manufactura textil en el siglo XVIII. En 1725, el Colegio del Arte Mayor de la Seda de la localidad logró la aprobación de sus ordenanzas, llegando a disponer a mediados de la centuria de unos 300 maestros que contaban con algo más de 600 telares y producían unas 500.000 varas de tejidos de seda anuales, la mayoría de ellos tafetanes. La materia prima procedía de la Ribera, canalizándose por el camino que pasaba por Llombai en dirección a Buñol, que los vecinos de Requena denominaban como el “Camino de la Ribera”, mientras que los valencianos lo conocían como “Camí de Requena”. El estudio de los negocios de la compañía de Claudio Brunet de Alzira ha permitido constatar la importancia de las remesas de seda que se realizaban por esta vía, invirtiendo buena parte de los fondos obtenidos en la adquisición de madera de la serranía de Cuenca que se conducía hacia la costa a través de los ríos Cabriel y Xúquer. Pero la mayor parte de la materia prima valenciana se dirigía hacia la ciudad de Valencia, que se convirtió en el principal centro manufacturero español de tejidos de seda en el siglo XVIII. El antiguo gremio de “velluters”, elevado a la dignidad de Colegio del Arte Mayor de la seda por privilegio de 1686, logró extender su jurisdicción al conjunto del Reino de Valencia, lo que dio lugar a la concentración de la manufactura en la capital, que albergaba alrededor del 94% de los telares del territorio. Toda la seda que se introducía en la ciudad debía ser conducida obligatoriamente hacia la Lonja, en la que se estableció el “contraste” o mercado exclusivo para su comercialización. La mayoría de ella se vendía en madeja, por lo que sus compradores encargaban su tintado a los maestros del colegio de tintoreros y su devanado y torcido a los maestros del colegio de torcedores. El devanado era una actividad muy laboriosa, por lo que estos concertaban su realización con la población femenina de la ciudad, que realizaba la operación a tiempo parcial en sus propios domicilios. Su ejercicio era tan habitual que, según numerosos testimonios, se efectuaba en todas las familias o comunidades religiosas de la ciudad de Valencia con el fin de obtener unos pequeños ingresos adicionales. Por su parte, la confección de los tejidos de seda se llevaba a cabo en unos 1.500 talleres que disponían de una media de algo más de dos telares y en los que los maestros trabajaban con el auxilio de un oficial y de unos dos aprendices. Así, en los 3.542 telares existentes en 1788 trabajaban un total de 5.764 artesanos, además de unas 2.000 mujeres que realizaban las operaciones previas de encañar y urdir la seda. La producción ascendía a 2,2 millones de varas, la mayoría de las cuales correspondían a tejidos ligeros de llano (tafetanes y rasos), aunque, atendiendo al valor de los géneros, los más importantes eran los terciopelos y los espolines. Los tejidos se destinaban a Madrid, las ciudades castellanas y el mercado colonial americano, estando especializadas exclusivamente en este negocio la mitad de la casas de comercio al por mayor existentes en la ciudad de Valencia. De ahí que, teniendo en cuenta la riqueza y la actividad laboral que generaban las diversas fases del proceso de producción y comercialización de los tejidos de seda, no cabe duda que esta pueda ser considerada como una ciudad industrial en el siglo XVIII.
La decadencia que experimentó la manufactura textil en el siglo XIX no afectó inicialmente a las fases previas del proceso de producción, al desarrollarse la mecanización de la hilatura y el torcido de la seda. El papel pionero en este sentido lo ejerció la fábrica creada en 1779 por José Lapayese en Vinalesa, en la que se aplicaron los métodos desarrollados en Francia con tal finalidad por Jacques de Vaucanson. En ella se instalaron 30 tornos dobles para la hilatura, en los que trabajaban 120 mujeres. Pero el área más mecanizada fue la constituida por las 44 máquinas para devanar, doblar y torcer la seda, que eran accionadas por una gran rueda hidráulica impulsada por la corriente de la acequia de Moncada. Pero las dificultades económicas del tránsito entre los siglos XVIII y XIX afectaron negativamente a la empresa, la cual fue enajenada en diversas ocasiones hasta su adquisición en 1840 por Tomas Trenor, quien la reconvirtió hacia la producción de géneros de esparto y yute. En esta época, la fábrica más innovadora era la que Santiago Dupuy había adquirido a Batifora en Patraix, ya que fue en ella donde se introdujo en 1836 la primera máquina de vapor para la realización de la hilatura y el torcido de la seda. A mediados del siglo XIX eran ya cuatro de la quincena de hilaturas existentes las que utilizaban esta fuente de energía. Sin embargo, la irrupción de la epidemia de la pebrina en los gusanos de seda a partir de 1854 quebró este proceso, dando lugar a la práctica desaparición, no solo de dichas empresas, sino también del cultivo de la morera. La principal empresa que logró sobrevivir fue la que acababa de crear entonces Henry Lombard en Almoines, que en el primer tercio del siglo XX trató de combatir la reducción del cultivo de la morera mediante su intervención en el organismo Fomento de la Sericicultura Valenciana. En 1946 se convirtió en la empresa responsable de la recolección de la hoja de las moreras públicas del área valenciana y balear y estimuló su cultivo en las comarcas del Camp de Túria y la Canal de Navarrés. Favoreció también la introducción de una nueva variedad de gusano, el “polihíbrido japonés”, que permitía la obtención de dos cosechas anuales de seda. Pero el cierre de la empresa en 1976, junto con el de las últimas fábricas de tejidos de seda que mantuvieron el sistema de producción tradicional, como la de Garín en Moncada, constituyó la culminación de la decadencia experimentada por una actividad que ha marcado tan profundamente la historia valenciana, y cuya memoria y patrimonio es necesario recuperar.
Como cultivo más importante del regadío, la morera formaba parte de las descripciones idílicas de la huerta valenciana que proporcionaron los viajeros que nos visitaron a lo largo de los siglos, como el inglés Willian Cecil, los franceses Barthélemy Joly, Des Essarts, el cardenal de Retz o los ingleses Joseph Townsend, Richard Twis, John Talbot Dillon y J. Marshall. En Les Delices de l’Espagne et du Portugal, publicado en Leiden en 1707, se relata el paisaje valenciano como uno de los más hermosos y cautivadores del mundo, que se asemejaba a un jardín perpetuo con gran variedad de árboles frutales, una tierra extremadamente feraz donde la naturaleza parecía prodigar sus bienes. Christian August Fischer, que visitó tierras valencianas en 1797, llegó a describirlas como el país celestial de la primavera. Esta imagen es repetida por los viajeros nacionales, como Cavanilles (1795-7) quien escribía que “el frecuente murmullo de las aguas que corre por innumerables canales de riego; la variedad de flores, frutos y vegetales que cubren el suelo; la multitud de labradores que viven en los campos, animan aquel cuadro, y producen sensaciones o nuevas o tan dulces, que aunque repetidas siempre encantan”. Una idea que recoge Madoz, quien a mediados del siglo XIX alababa la belleza y encanto de las huertas valencianas:
“Donde la mano del hombre no ha creado frondosos paseos de árboles infructíferos, sino que ayudado por la pródiga naturaleza ha convertido en bosques de olivos, algarrobos y moreras unos campos agradables y deliciosos. Las acequias de riego que van serpenteando por todas partes; las continuas veredas que comunican con las casas de campo, forman por sí unos paseos bastante distraídos y donde el alma se recrea bajo la influencia de una atmósfera clara y despejada y un cielo alegre y risueño.” Cf. Pascual Madoz (1846-8): Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar. Tomo XI. Madrid: Imprenta del diccionario Geográfico. Pág. 565.
Nuestra huerta histórica conforma uno de los paisajes históricos más complejos, en los que al uso de la tierra se suma la densidad de arquitecturas, espacios y huellas que se han ido acumulando en su seno a lo largo de los siglos. El caso paradigmático de L´Horta de València es muestra de este paisaje –extrapolable a la Huerta del Camp del Túria, regada por la acequia de Benaguasil, a las huertas regadas por el Xúquer en la Ribera, o las del Segura, la Plana de Castellón, etc.-, y, por ende, de la visualidad construida de su paisaje, resultante de la suma concatenada de ocho sistemas hidráulicos (Rovella, Favara, Mislata, Quart-Benàger-Faitanar, Tormos, Rascanya, Mestalla y Montcada) más los francos y marjales cuyas huertas tenían como límite el mar o la Albufera. Poco a poco, el paisaje abierto de las huertas se transformó en un paisaje frondoso que desde la ciudad de Valencia se extendía hacia la Plana de Castellón y el Camp del Turia, al norte, y, sobre todo, hacia el sur, pintando de verde toda la Ribera y prolongándose hasta la Safor y la Costera. Además de integrarse en las huertas, las moreras comenzaron a cultivarse formando huertos, lo que dio lugar a que el conjunto se asemejase a un auténtico bosque, sobre todo en el área central de este espacio. La necesidad de ganar tierras de cultivo supuso que, como parte del proceso de expansión del regadío, la morera ocupase gran parte de la superficie ganada al secano. Es en ese momento en el que el huerto de moreras se implanta, siguiendo el precedente del jardín valenciano, y supone un claro antecedente del huerto de naranjos posterior, que lo sustituirá. A partir de la segunda mitad del siglo xix el naranjo comenzó a expandirse sobre las nuevas tierras transformadas y sustituyó a la morera en los huertos, dando origen al paisaje actual a cuya visualidad estamos acostumbrados.
Sin embargo, las huellas de aquellos huertos de moreras asociados a la producción de la seda son todavía hoy visibles en el actual paisaje valenciano. En Valencia, el Camp del Túria y especialmente en la Ribera, en las tierras de los alrededores de las poblaciones de Alzira y Carcaixent, podemos encontrar numerosas pervivencias de este paisaje de la seda, sobre todo en la estructura de los huertos y sus arquitecturas: tapias de muro, los caminos adornados con palmeras y las casas de los huertos, reformadas o reconstruidas con los primeros beneficios de la naranja en estilo modernista, se mantuvieron inalterados. Mientras que en las huertas de Valencia y Camp del Turia, las moreras desaparecieron de las lindes de caminos y acequias y dejaron de enmarcar los campos de cultivo, pero en sus masías y alquerías queda memoria visible de la producción y cría del gusano de seda. En la tradición cultural valenciana los conceptos de huerto y jardín ornamental están íntimamente relacionados. El huerto de moreras, antecedente del de agrios, seguía el modelo ideal con el que se amenizaban los paisajes de la periferia de pueblos y ciudades y eran lugares de esparcimiento y recreo de las elites aristocráticas. Estos huertos, de superficie ortogonal, cerrados con muros, estaban atravesados por dos ejes que se cruzan en el centro y que dividían la superficie en cuatro cuadrantes en los que se cultivaban árboles frutales, hortalizas y verduras, enmarcados por palmeras, moreras, granados, y algunos agrios como limoneros o naranjos, regados con el agua de las acequias. La expansión del comercio de la seda transformó estos huertos en tierras de moreras, cuyo cultivó llegó a monopolizar la producción. Estos huertos estaban formados por varias hectáreas de tierra reunidas mediante compra de las parcelas adyacentes. La superficie se nivelaba para regar a manta, con el agua procedente de las acequias principales o de los pozos -elevada con norias de madera y acumulada en balsas de regulación-, y se cerraba de pared todo el perímetro, sobre el que señoreaban las altas palmeras que embellecían los caminos interiores. En estos huertos se construían una o varias casas, según el régimen de explotación de la tierra: arrendamiento, aparcería o explotación directa. La casa se situaba alineada junto a la tapia, cerca del camino de acceso. En muchas de ellas aún podemos encontrar pervivencias del cultivo de la morera, cuyas hojas servían de alimento a los gusanos de seda que se criaban en las andanas de las casas, alquerías y masías. Pese a que ha desaparecido la seda e incluso los cañizos que servían para la cría, en muchas localidades aún se denomina andana a este espacio ubicado en la parte superior de las casas: la cambra o cámara, en cada una de las crujías. Estas hileras de andanas estaban conformadas por una estructura de puntales de madera y diversos niveles de camas de cañizo sobre las que se criaban los gusanos de seda. Por lo general, llegaban a tener ocho o nueve niveles, por lo que se contaba con un corredor intermedio para poder acceder a los de mayor altura. En algunas poblaciones de la Ribera y en el Camp del Turia se podía llegar a los diez metros de altura por lo que se necesitaban hasta dos hileras de ventanas para poder ventilarlas. Junto a ello, estufas, termómetros, máquinas para cortar hoja, escaleras, capazos y cestas son parte de la herencia de un tiempo antiguo, que se fue diluyendo al compás de la desaparición de un modo de vida. La Casa del Bou en Albalat de la Ribera; el Huerto de Soriano y Font de La Parra, el Palacio de la Marquesa o el Palacio de Montortal y el Hort de Carreres de Carcaixent; la Casa de José Estruch en Manuel; la Casa Vivanco de Catarroja; la Alquería Félix de València; y la Casa Gran, la Casa Bernal y Mas de Tous de la Pobla de Vallbona, son testimonios visitables y conservados de esta memoria y de este paisaje de viviendas dispersas. Muchas casas, masías y alquerías, como la emblemática Casa Blanca de la Pobla de Vallbona, han desparecido para siempre y sólo quedan en el recuerdo, otras corren el riesgo de perderse para siempre en el olvido, o no son visitables. Es el caso, en L´Horta Sud, del Huerto del Mestre de Catarroja, o el Palacio Vivanco, convertido en casa consistorial, cuyo huerto ha desaparecido; del Chalet Català de Paiporta; de la Alquería del Pi de Alfafar; o de la Alquería del Xato de Xirivella. En ocasiones la huella ha quedado impregnada en la toponimia: son muchas las localidades que conservan su camino de Moreras, como es el caso de Massanassa. Lo mismo sucede en L´Horta Nord con la Alquería Tallaròs, la Alquería Rellotges de Massarrojos o la Alquería Nova San Josep y, en València, con la Alquería de Serra, la Alquería Solache, la Alquería del Frare, la del Pou, la de Puchades o la Casa el Llarc y la Alquería del Brosquil de Castellar, hoy un restaurante. Ejemplos singulares encontramos en la Ribera, comarca que se convirtió en el principal productor de seda en bruto de la península en el siglo XVIII: como el conjunto de casas de huerta en la calle Nou del Convent de Algemesí, el Palacio de Casassús y diversas casas de Alzira, como Casa Roja, Hort de Sant Rafael, de Sant Carles, de Lloret, Maties Colom, el de la Marquesa o el Huerto del Remedio, donde además se conserva una de las últimas moreras monumentales japonesas, conocida como la Matriarca, cuyos 150 años la hacen el ejemplar más longevo de España. También Carcaixent es una de las localidades que mayor número de vestigios conserva, y en donde cabe destacar sus horts, tales como el Hort de Selma, el de Maltés o Casa Carrasco, el del Marqués de la Calzada, el del Mirador, etc. Vestigios de la labor sericícola hallamos en otras poblaciones como L´Alcudia, con su Hort de Manús, o la Pobla Llarga, en cuyas calles Mayor y Valle se conserva un magnífico conjunto de casas con cambra para la andana de seda. Otro tanto sucede en Rafelguaraf, que conserva un emblemático conjunto de casas tradicionales con cambra de seda en su núcleo histórico, de finales del siglo XVIII y XIX, paisaje urbano que fue común a la mayor parte de las poblaciones valencianas. En otras ocasiones encontramos alquerías aisladas, de origen medieval, que son testimonio de las transformaciones y el paso del tiempo como la Alquería de los Pares de Gandia.
Pero, además del paisaje rural, la industria de la seda ha marcado también la fisonomía urbana, sobre todo de la ciudad de Valencia. La elaboración de los tejidos de seda se realizaba en los talleres especializados de los maestros del gremio de “velluters”, surgido en 1479, y elevado a la condición de Colegio del Arte Mayor de la Seda en 1686. Testigos de esta actividad artesanal nos quedan la fisonomía urbana del barrio de Velluters; las puertas de Quart y Serranos, en donde se controlaba y fiscalizaba la materia prima que entraba en la ciudad, y la Lonja, que constituía el mercado obligatorio de la seda. El Colegio del Arte Mayor de la Seda fue la corporación que controlaba tanto la actividad de los sederos como la calidad de los tejidos que producían. La mayoría de los artesanos residían en el barrio de Velluters, ubicado al suroeste de la ciudad, y delimitado al norte por la calle de Quart, al este por la avenida del Barón de Cárcer y la calle Bolsería, al oeste por la ronda de Guillem de Castro y al sur por la calle Hospital. En su punto central, la Plaza del Pilar, actualmente se rememora esta tradición a finales del mes de enero mediante la realización de hogueras en conmemoración del Motín de Velluters, una protesta de los trabajadores de la seda que se produjo el 21 de enero de 1856, y la huelga de las hilanderas de 1902. El nombre del barrio se debe a la alta concentración de talleres artesanales que llegó a tener, los cuales albergaron cerca de 4.000 telares en la segunda mitad del siglo XVIII. Los talleres se ubicaban en las casas de los propios artesanos y eran conocidos como porxe del velluter, que se situaba en la última planta del edificio y estaba formado por vigas de madera. Se trata de una habitación con ventanas rematadas por dinteles rectos o por arcos de medio punto donde también puede observarse el alero del tejado que preservaba de la lluvia. En el caso de que los maestros se enriqueciesen e incrementasen el número de telares de que disponían -que podía llegar a un máximo de cinco-, se trataba de ampliar la casa mediante la adquisición de los edificios o solares colindantes. Finalmente, si el artesano comenzaba a ejercer funciones empresariales, controlando la actividad de otros colegas del oficio, solía acabar abandonando la producción y convirtiendo su casa en un edificio equiparable al de los grandes comerciantes. Este es el caso del Palau Tamarit, construido a mediados del siglo XVIII por Lorenzo Tamarit, que procedía de una modesta familia de la huerta de Ruzafa y accedió a la condición de maestro del arte mayor de la seda en 1730. Su hijo, Vicente Tamarit continuó la actividad empresarial que ya había iniciado su padre y obtuvo el privilegio de hidalguía en 1788, mientras que su nieto, del mismo nombre, se convirtió en el marqués consorte de San Joaquín y Pastor, cuyo escudo nobiliario puede verse en el dintel de la puerta. La introducción de los telares Jacquard en el siglo XIX facilitó la transformación de los talleres artesanales en fábricas textiles como la de la familia Garin, que trasladó su negocio en 1820 desde la plaza dels Porxets hasta la calle Quart con tal finalidad, estableciéndose definitivamente en Moncada en 1964. La actual fábrica Garín, convertida en un futuro museo de la seda en Moncada, con sus telares Jacquard en activo es uno de los más valiosos ejemplos del patrimonio vivo vinculado a la seda y al textil valenciano, junto con el colegio del arte mayor de la seda de Valencia o el Museo del textil de Ontinyent.
En Requena, el otro centro sedero relevante, se conserva también la sede de la corporación artesanal sedera, reconvertida actualmente en la casa-museo de la seda de la localidad. En su plaza central se halla una longeva morera de papel, testimonio de los intentos fracasados por cultivar morera en la fría comarca. Al no lograr disponer de una materia prima propia, el transporte de la seda desde Valencia daba trabajo a un buen número de carreteros y arrieros, que hacían la ruta siguiendo el Camino Real por Buñol. Pero la mayoría procedía de la Ribera, siguiendo la ruta que acabó denominándose Camino de la Ribera para los requeneros y Camí de Requena para los ribereños. Testimonios de este pasado son el Puente de Santa Cruz de Requena (1733), junto al que se ubicaba la aduana o Puerto Seco; el Puente Real y Concejil (1782) sobre el río Suc en Siete Aguas, el primer puente que se cruzaba al pasar de tierras valencianas a castellanas, camino a Cádiz desde donde la mercancía se exportaban hacia Nueva España y el mercado colonial a través del Camino Real: la “Ruta de la Seda española”; el puente de Vadocañas (siglo XVI), en Venta del Moro, que salvaba el río Cabriel y sus hoces y sirvió de Aduana, y la antigua Fábrica García de Leonardo, uno de los últimos testigos que sobrevivieron a la crisis sedera del siglo XIX. Hacia 1820, contaba con 74 telares Jacquart y más tarde, en 1858, hacen aparición dos fábricas dedicadas al torcido de la seda: la de García de Leonardo, con la primera máquina de vapor de la localidad, y la de los hermanos Pérez Arcas. En la cercana Buñol, el edificio conocido como “Hogar Rey Don Jaime”, construido en el siglo XIX como manufactura de hilados de seda, constituye, también, el último vestigio de esta industria en la localidad buñolense, que se aprovechó de su posición estratégica en el corazón del Camino Real entre Castilla y el levante mediterráneo, a medio camino entre Valencia y Requena, en el que se ubicaron numerosas ventas, hoy históricas.
En la Pobla de Vallbona, la finca La Pradera, testimonio de las “cosechas dirigidas” que en el siglo XX propició Lombard, de más de cuarenta hanegadas de morera japonesa, formando praderas como si fueran viñedos, ya no existe. En 1975 tenía allí lugar la última de las cosechas de hoja de morera en tierras valencianas. Las hilaturas mecanizadas habían desaparecido, aunque nos quedan los testimonios de las fábricas de Vinalesa y de la Batifora en Patraix, cuyos edificios sobreviven, adquiridos por los municipios, aunque la mayoría de sus habitantes desconocen el importante papel que jugaron en su pasado sedero. En el caso de Almoines, por el contrario, el edificio que albergaba la antigua hilatura corre un serio riesgo de desaparición. En 1977 se produjo también el cierre de Sedas Orihuela, tras haber estado trabajando 38 años con la seda natural, de cuyo recuerdo solo queda el nombre que hoy recibe el edificio de Escuela Taller de formación, el Ahogadero secante del capullo de la Seda. Tan solo el nombre queda mientras que su pasado pertenece ya a un olvido ineluctable y a un tiempo cuyo paisaje pervive en pequeños retazos de memoria. Una memoria que recientemente ha venido a ser recuperada con la restauración del Colegio del Arte Mayor de la Seda, convertido en Museo de la Seda de Valencia, y por la fábrica de textil de Garín, hoy Museo de la Seda de Moncada, que con sus telares Jacquard en activo se constituye como un museo de patrimonio vivo.
Ricardo Franch Benavent
Departamento de Historia Moderna
Ester Alba Pagán
Departamento de Historia del Arte
Universitat de València
Carta de Gregori Maians a José Carvajal. secretari d’Estat de Fernando VI, escrita a Oliva el 24 de febrer de 1748
“Uno de los frutos naturales que, según la economía de la Divina Providencia, tocó al reino de Valencia, es la cría de los gusanos de la seda, cría que pide diligentísimos y costosísimos preparativos, singularísima industria y vigilantísimo cuidado de día y noche. Porque las moreras son unos árboles mui delicados que no se crían y conservan bien sino en países mui templados, como en algunos deste reino de Valencia, aman el estiércol, piden mucho la repetidísima diligencia del arado, el riego oportuno, escogido enjerto, mano maestra en la podadera y un sumo cuidado en substituir otras a las que se van muriendo por enfermedad y vejez. (…) La gran aplicación y curiosidad de los valencianos en esta cosecha son causa de que la seda de este reino es mejor que la de Turquía y la de Calabria; y su cosecha tan grande que es suficientísima para abastecer a toda España y a muchos dilatados dominios fuera de ella.”
Antonio J. Cavanilles (1797). Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura población y frutos del Reyno de Valencia.
“La aplicación y continuos esfuerzos de los naturales han convertido el suelo en un vergel ameno por la multitud de moreras, frutales y diversas producciones. Alinearon las moreras, dexando entre las filas áreas aniveladas para trigos, maíces, alfalfas, melones y otras plantas útiles.”
G. Baleriola (1897). Cartilla para la propagación de la morera y cria del gusano de seda.
“La zona de Valencia comprende, por la costa del Mediterráneo, desde Pego a Castellón (…) La zona valenciana rinde hoy anualmente 400.000 kilos de capullo, y los pueblos más productores son Alcira, Carcagente, Játiva, Alcudia y, en menor grado, otros de la ribera del Júcar. En el término municipal de Valencia apenas si se produce seda, pues se han arrancado las moreras por causas de la epidemia que hubo en los gusanos. En dicha zona, apenas si se produce hoy el 10 por 100 de lo que se producía antiguamente.”
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